A continuación, presentamos una serie de cuentos que te harán pensar…
- El elefante encadenado
- El verdadero valor del anillo
- Antiguo consejo chino
- Las ranitas en la nata
- El águila que no voló
- Solos y acompañados
- La vasija agrietada
El elefante encadenado

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños.
Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales… Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, a mi padre y a más personas mayores por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta evidente: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta: “El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño”.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar una y otra vez. Y al otro día, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, el pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza…
(Jorge Bucay)
El verdadero valor del anillo

Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo ganas de hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo: “Cuánto lo siento, muchacho. No puedo ayudarte, ya que debo resolver primero mi propio problema. Quizá después…” Y, haciendo una pausa, agregó: “Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar”.
-E…encantado, maestro -titubeó el joven- sintiendo que de nuevo era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
-Bien, continuó el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda y, dándoselo al muchacho, añadió: toma el caballo que está ahí fuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, y no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó al mercado, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes, que lo miraban con algo de interés hasta que el joven decía lo que pedía por él.
Cuando el muchacho mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le giraban la cara y tan sólo un anciano fue lo bastante amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era demasiado valiosa como para entregarla a cambio de un anillo. Con afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un recipiente de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.
Después de ofrecer la joya a todas las personas que se cruzaron con él en el mercado, que fueron más de cien, y abatido por su fracaso, montó en su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener una moneda de oro para entregársela al maestro y liberarlo de su preocupación, para poder recibir al fin su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
-Maestro -dijo-, lo siento. No es posible conseguir lo que me pides. Quizás hubiera podido conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
-Eso que has dicho es muy importante, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos conocer primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar tu caballo y ve a ver al joyero. ¿Quién mejor que él puede saberlo? Dile que desearías vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca: no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo al chico:
-Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ahora mismo, no puedo darle más de cincuenta y ocho monedas de oro por su anillo.
-¿Cincuenta y ocho monedas? -exclamó el joven.
-Sí -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de setenta monedas, pero si la venta es tan urgente…
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
-Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como ese anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte un verdadero experto. ¿Por qué vas por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y, diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo meñique de su mano izquierda.
(De un cuento sefardí)
Antiguo consejo chino

Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día el hijo le dijo:
-¡Padre, qué desgracia! Se nos ha ido el caballo.
-¿Por qué le llamas desgracia? -respondió el padre. ¡Veamos qué trae el tiempo!
A los pocos días, el caballo regresó, acompañado de una yegua.
-¡Padre, qué suerte! -exclamó esta vez el muchacho. Nuestro caballo ha traído una yegua.
-¿Por qué le llamas suerte? -repuso el padre. ¡Veamos qué nos trae el tiempo!
Unos días más tarde, el muchacho quiso montar la yegua, y esta, que no estaba acostumbrada al jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo.
El muchacho se rompió una pierna.
-¡Padre, qué desgracia! -exclamó ahora el muchacho-. ¡Me he roto la pierna!
Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentenció:
-¿Por qué le llamas desgracia? ¡Veamos lo que trae el tiempo!
Pocos días después, pasaron por la aldea los enviados del rey, para movilizar a los jóvenes y llevárselos a la guerra.
Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron su camino.
Al poco tiempo estalló la guerra y la mayor parte de los jóvenes murieron en el campo de batalla y solo se salvó el joven campesino debido a su cojera.
El joven comprendió entonces que nunca hay que dar ni la desgracia ni la fortuna como absolutas, sino que siempre hay que darle tiempo al tiempo, para ver si algo es malo o bueno.
La moraleja de este antiguo consejo chino es que la vida da tantas vueltas, y es tan paradójico su desarrollo, que lo malo se hace bueno, y lo bueno, malo.
Taisen Deshimaru
Las ranitas en la nata

Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata.
Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: “No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo inútil”.
Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: “¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora”.
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas.
Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla.
Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.
(M.Menapace. Cuentos rodados)
El águila que no voló

Un hombre se encontró un huevo de águila. Se lo llevó y lo colocó en el nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y creció con el resto de pollos.
Durante toda su vida, el águila hizo lo mismo que hacían los pollos, pensando que era un pollo. Escarbaba la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, al igual que los pollos. Después de todo, ¿no es así como vuelan los pollos?
Pasaron los años y el águila se hizo vieja. Un día divisó muy por encima de ella, en el límpido cielo, una magnifica ave que flotaba elegante y majestuosamente por entre las corrientes de aire, moviendo apenas sus poderosas alas doradas.
La vieja águila miraba asombrada hacia arriba “¿Qué es eso?”, preguntó a una gallina que estaba junto a ella.
“Es el águila, el rey de las aves”, respondió la gallina. “Pero no pienses en ello. Tú y yo somos diferentes a él”.
De manera que el águila no volvió a pensar en ello. Y murió creyendo que era una gallina de corral.
(El canto del pájaro. Antonio de Mello)
Solos y acompañados

Aquel hombre había viajado mucho. A lo largo de su vida, había visitado cientos de países reales e imaginarios…
Uno de los viajes que más recordaba era su corta visita al País de las Cucharas Largas. Había llegado a la frontera por casualidad: en el camino de Uvilandia a Paraís, había un pequeño desvío hacia el mencionado país. Como le gustaba explorar, tomó ese camino. La sinuosa carretera terminaba en una enorme casa aislada. Al acercarse, notó que la mansión parecía dividida en dos pabellones: un ala Oeste y un ala Este. Aparcó su automóvil y se acercó a la casa. En la puerta, un cartel anunciaba:
“País de las cucharas largas «este pequeño país consta sólo de dos habitaciones, llamadas negra y blanca. Para recorrerlo, debe avanzar por el pasillo hasta donde se divide y girar a la derecha si quiere visitar la habitación negra, o a la izquierda si lo que quiere es conocer la habitación blanca.»
El hombre avanzó por el pasillo y el azar le hizo girar primero a la derecha. Un nuevo corredor de unos cincuenta metros de largo terminaba en una enorme puerta. Nada más dar los primeros pasos, empezó a escuchar los quejidos que provenían de la habitación negra.
Por un momento, las exclamaciones de dolor y sufrimiento le hicieron dudar, pero decidió seguir adelante. Llegó a la puerta, la abrió y entró.
Sentados en torno a una enorme mesa habían cientos de personas. En el centro de la mesa se veían los manjares más exquisitos que cualquiera pudiera imaginar y, aunque todos tenían una cuchara con la que alcanzaban el plato central, se estaban muriendo de hambre. El motivo era que las cucharas eran el doble de largas que sus brazos y estaban fijadas a sus manos. De ese modo, todos podían servirse, pero nadie podía llevarse el alimento a la boca.
La situación era tan desesperada y los gritos tan desgarradores, que el hombre dio media vuelta y salió huyendo del salón.
Volvió a la sala central y tomó el pasillo de la izquierda, que conducía a la habitación blanca. Un corredor exactamente igual que el anterior terminaba en una puerta similar. La única diferencia era que, por el camino, no se oían quejidos ni lamentos. Al llegar a la puerta, el explorador giró el picaporte y entró en la habitación.
Cientos de personas se hallaban también sentadas en torno a una mesa igual a la de la habitación negra. También en el centro se veían manjares exquisitos, y todas las personas llevaban una larga cuchara fijada a su mano.
Pero allí nadie se quejaba ni se lamentaba. Nadie se moría de hambre porque todos se daban de comer los unos a los otros.
(Cápsulas motivacionales. A. Beuregard)
La vasija agrietada

Cuentan que había en una pequeña aldea un cargador de agua que tenía dos grandes vasijas. Las colgaba de cada uno de los extremos de un palo y las llevaba encima de los hombros.
Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua hasta el final del largo camino que cada día recorría a pie el cargador, una y otra vez, desde el arroyo hasta la aldea.
Cuando llegaba, la vasija rota sólo contenía la mitad del agua. Y así ocurrió diariamente durante dos años.
La vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pero la pobre vasija agrietada estaba muy avergonzada de su imperfección y se sentía miserable, porque sólo podía hacer la mitad de lo que se suponía que era su obligación.
Después de dos años, la vasija agrietada le habló al aguador: “Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo. Debido a mis grietas, sólo puedes entregar la mitad de mi carga y sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir”.
El aguador, apesadumbrado, le dijo: “Cuando regresemos a la casa quiero que vayas contemplando las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino.”
Así lo hizo la vasija y, en efecto, vio muchísimas hermosas flores a lo largo de todo el camino. Sin embargo, seguía triste.
El aguador le dijo entonces: “¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino? Siempre he sabido que tenías grietas y quise sacar el lado positivo de ello; así que sembré semillas de flores y tú las vas regando.
